Sentado a la lumbre 

muy cerca del fuego 

sus manos nervudas 

de flácidos dedos 

acerca a la llama. 

Está ya tan viejo 

que apenas si puede 

sostener su cuerpo 

y es blanco, muy blanco 

el escaso pelo 

que cubre las sienes

del pálido abuelo. 

No aparta un instante 

sus ojos del suelo 

queriendo saber 

aquello que viene 

después del soplo 

del último cierzo. 

Y cuando nos llama 

tan tenue, tan lento, 

parece que llora 

la voz del abuelo